¿Qué es
el ego?

Psicología transpersonal

Muy probablemente, si abandonas este artículo antes de terminarlo, no será por falta de tiempo, sino por tu ego. Esa voz que susurra: «qué pereza, esto no me aporta nada, echa un vistazo en instagram…». El ego detesta ser puesto en duda, y encuentra mil excusas para huir cuando alguien lo señala con el dedo.

Pero, ¿qué es realmente el ego? ¿De dónde surge esta idea de un “yo” que sentimos tan propio? En este artículo vamos a recorrer su significado en la psicología y en las tradiciones espirituales, para acabar con una pregunta crucial: ¿somos realmente lo que nuestro ego nos dice que somos?.

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¿Qué entendemos por ego?

La palabra ego proviene del latín y significa simplemente “yo”. En la vida diaria la usamos para describir a alguien engreído, pero en psicología y espiritualidad es mucho más que eso. El ego se refiere a la imagen que construimos de nosotros mismos: una mezcla de pensamientos, recuerdos, emociones e identificaciones que nos hacen creer que somos de una forma fija.

Esta construcción cumple una función: nos da coherencia, nos ayuda a movernos en sociedad y a reconocernos en el espejo. El problema aparece cuando nos aferramos a esa historia como si fuera nuestra esencia, olvidando que solo es una máscara.

El ego no es lo que eres, sino la historia que te cuentas sobre ti mismo.

El ego en la psicología profunda

La psicología del siglo XX dedicó mucha energía a comprender el yo. Freud habló de un yo mediador, atrapado entre los impulsos más primitivos, las exigencias morales y las demandas de la realidad1. Jung lo describió como un pequeño centro consciente frente a un inconsciente mucho más vasto, y Lacan lo interpretó como una construcción imaginaria nacida de la identificación con una imagen2.

A pesar de sus diferencias, todas estas perspectivas coinciden en algo: el ego no es dueño absoluto de nuestra vida psíquica, sino un gestor limitado. Freud llegó a decir que “el yo no es el amo en su propia casa”, recordándonos que estamos influidos por fuerzas inconscientes que escapan a nuestro control. Jung añadía que “la persona debe ir más allá de su pequeño yo consciente” para encontrarse con un sí-mismo más amplio. Lacan nos sacudía con su famosa frase: «el yo es otro».

Nuestro ego es necesario para vivir, pero insuficiente para comprendernos del todo.

Estas ideas nos ayudan a cuestionar lo obvio: ¿somos realmente esa voz interna que dice “yo soy así”, o solo estamos identificados con una máscara aprendida?

El ego en las tradiciones espirituales

Mucho antes de Freud o Jung3, distintas culturas ya habían visto en el ego una ilusión. El budismo enseñó que aferrarse al yo es la raíz del sufrimiento: no existe un yo permanente, sino un flujo de experiencias cambiantes (anattā). Creer en un ego sólido genera apego, miedo y frustración.
El hinduismo distingue entre el ātman (nuestra verdadera esencia) y el ahamkara (el ego ilusorio que se cree separado del todo). Trascender el ego significa reconocer que somos más que ese relato limitado: somos parte de una conciencia mayor4.

En casi todas las tradiciones espirituales, el ego no es el destino, sino el obstáculo.

El ego como dragón interior

El trabajo con el ego ha sido comparado en muchas tradiciones orientales con la lucha contra un dragón. Este dragón representa nuestra identificación automática con el yo: aunque le cortemos una cabeza —cuando creemos haber superado un rasgo egoico— siempre reaparecen otras. El ego, como el dragón, se regenera una y otra vez.

Meditar nos permite observar a este dragón en acción: la sucesión interminable de pensamientos, juicios y frases internas que nos contamos. “Esto no es para mí”, “yo soy así”, “no voy a cambiar”… Al observar esas frases con calma, comprendemos que el ego no es más que un conjunto de voces pasajeras, no nuestra esencia.

Claudio Naranjo, en Cantos del despertar, recuerda que el ego es simultáneamente lo que necesitamos para movernos en el mundo y lo que nos hace sufrir, porque nos atrapa en patrones repetitivos y automáticos. El camino espiritual, dice, consiste en un trabajo de toda la vida para reconocer esas cadenas internas y liberarnos de ellas.

El ego es el dragón con el que debemos batallar una y otra vez; nunca desaparece del todo, pero podemos aprender a domarlo.

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El ego es una máscara que hemos aprendido a llevar, un mapa que nos orienta en la vida cotidiana. Pero no debemos confundir el mapa con el territorio. Cuando creemos que “somos nuestro ego”, nos limitamos. Cuando aprendemos a observarlo —como quien contempla a un dragón que se agita— descubrimos que es posible vivir con mayor libertad.

No se trata de eliminarlo, sino de convivir con él de otra manera: ver cómo aparece, reconocer sus trampas, y elegir no identificarnos siempre con su voz. Ese es el trabajo de toda una vida, un camino espiritual y psicológico que nos invita a abrirnos a algo más vasto: la conciencia, la autenticidad, el amor.
Si sientes que tu ego te limita o te mantiene atrapado en un guion repetitivo, la terapia puede ayudarte a descubrir quién eres más allá de esa voz interna. Es un camino de libertad.

1 Ello, Yo, Superyó: Freud propuso en 1923 un modelo estructural de la mente compuesto por tres instancias. El ello es la parte totalmente inconsciente que representa nuestros impulsos básicos; el yo opera bajo el principio de realidad y gestiona los conflictos; el superyó incorpora la moral y las normas sociales, funcionando como un juez interno. Freud describió al yo como un árbitro entre estas fuerzas, sirviendo a tres amos a la vez. Para profundizar: Freud utilizó la metáfora del caballo (el ello) y el jinete (el yo) para ilustrar cómo el yo dirige, pero no controla completamente la fuerza de los impulsos. Además, consideraba que gran parte del yo también es inconsciente, lo que problematiza la idea de un “yo consciente y libre”. El modelo fue ampliado por la Ego-Psychology en EE.UU., que buscaba fortalecer el yo adaptativo, aunque más tarde corrientes como la de Lacan lo cuestionaron por encubrir la división subjetiva.

En su afán por ser reconocida como ciencia dura, la psicología cognitivo-conductual tendió a descartar todo lo que no fuese medible o refutable. Esta maquinaria de refutación permitió avances en eficacia clínica, pero a menudo dejó fuera aspectos subjetivos, simbólicos y trascendentes de la experiencia psíquica. Fenómenos como la espiritualidad, el sentido o la conciencia más allá de lo observable quedaron relegados, empobreciendo la comprensión integral del ser humano. Actualmente, algunas voces abogan por reconciliar estas perspectivas: sin renunciar al rigor científico, integrar también aquellas dimensiones intangibles —lo simbólico, lo espiritual, lo poético de la psique— que dan sentido a la experiencia humana.

2 El estadio del espejo: Concepto introducido por Jacques Lacan (1901-1981) para describir una fase crucial en la formación del yo. Entre los 6 y 18 meses, el bebé se reconoce en el espejo y se identifica con esa imagen unificada, aún cuando interiormente se siente fragmentado. Este reconocimiento funda el ego, pero lo hace a partir de una identificación externa e ilusoria. El ego es, por tanto, imaginario: una ficción necesaria para moverse en el mundo. Lacan subrayó que el yo es más bien un desconocimiento que un conocimiento de sí mismo, y que detrás de esa imagen coherente permanece un sujeto dividido, marcado por el lenguaje y el inconsciente.

3 Cronología del budismo: El budismo se originó en el siglo V a.C. en el norte de la India, con las enseñanzas de Siddharta Gautama, conocido como el Buda histórico. Esto lo sitúa más de dos milenios antes del psicoanálisis. Durante siglos se expandió por Asia, generando distintas escuelas (Theravāda, Mahāyāna, Vajrayāna), todas ellas con el denominador común de señalar la ilusión de un yo permanente como fuente del sufrimiento humano.

4 Conciencia mayor en la práctica meditativa: Muchos practicantes de la meditación profunda relatan experiencias de disolución del ego en las que la frontera entre “yo” y “mundo” parece desvanecerse. En esos estados, la persona percibe que forma parte de una conciencia mayor, más allá de su intelecto, de sus emociones o incluso de su cuerpo físico. Se describen como momentos de unión, claridad y apertura, que trascienden la narrativa del yo individual y abren paso a una vivencia de plenitud no mediada por el ego.