Bondage* digital

Sobre la sumisión al poder de la tecnología

Cada día, casi sin darnos cuenta, se repite una escena que ya forma parte del paisaje cotidiano. Personas sentadas en el metro, en una sala de espera, caminando por la calle o tumbadas en la cama antes de dormir. Sostienen su móvil en la mano con la mirada fija, el pulgar deslizándose en una cadencia tranquila. Es un gesto habitual: una especie de reflejo condicionado que nos lleva al teléfono sin saber muy bien por qué.

Este movimiento, tan integrado en nuestras rutinas, ha adquirido un estatuto estético. Acompaña, decora y estructura los tiempos muertos. No difiere tanto del modo en que en el cine clásico se fumaba. Los personajes sacaban un cigarrillo con naturalidad, lo encendían con un gesto suave, y ese ritual les otorgaba cierto estilo, cierta aura².

El gesto de mirar el móvil se ha convertido en un ritual cotidiano, automático, casi inconsciente.

Décadas más tarde sabríamos que detrás de aquel gesto había una industria con intereses claros y estrategias calculadas para hacer adictas a millones de personas. Hoy sabemos que muchas de las grandes empresas tecnológicas —como Google o Meta— conocen con detalle los efectos nocivos de sus productos sobre la salud mental de sus usuarios, pero han optado por priorizar el beneficio económico con la intención de imponer su cosmovisión del mundo.

Estamos cada vez más mediatizados por estas tecnologías. Lo que pensamos, lo que recordamos, lo que deseamos y lo que mostramos a los demás está atravesado por el diseño de las plataformas virtuales. Pero lo importante no es solo lo que hacemos con ellas, sino lo que ellas hacen con nosotros: capturan nuestra atención, organizan nuestra disponibilidad, y nos adoctrinan para no estar quieto y no desconectar promoviendo la huida de nuestro propio vacío.

La obediencia se convierte en alivio cuando la voluntad de decidir se fatiga.

Y sin embargo, hay algo más. Algo que no se limita a nuestra pérdida de libertad, sino que roza el deseo mismo de perderla. Porque hay placer en ese dejarse llevar suspendidos en la voluntad ajena. Como si en el fondo la obediencia tuviera algo de descanso. Como si nos aliviara que alguien —o algo— decidiera por nosotros. El sometimiento en este contexto no se impone: se desea. Y ahí, en ese punto en que el control se convierte en alivio, aparece el goce estructural de la entrega de nuestra propia voluntad.

La palabra alienación viene del latín alienus, que significa “ajeno” o “extraño”. Habla de un estado en el que una parte de uno mismo —la voluntad, el pensamiento, la acción— queda fuera de sí, expropiada, puesta en manos de otro³. En muchos sentidos, eso es lo que ocurre cuando cedemos nuestra atención a un entorno que decide por nosotros qué ver, cuándo verlo y durante cuánto tiempo. Distracción y hurto de nuestra atención para la pérdida de libertad.

La alienación es la cesión del mando de nuestra atención.

La alienación digital no necesita castigo ni imposición. Funciona porque se presenta como elección. Pero no elegimos libre sino sometidos a un entorno que compite ferozmente por retenernos. Una economía de la atención para una política del deseo.

Déjate caer en el colchón del algoritmo

Este tipo de entrega recuerda a lo que la antropóloga Natasha Dow Schüll describe en Addiction by Design⁴, su estudio sobre los jugadores de máquinas tragaperras en Las Vegas. Lo que muchos de ellos buscan no es el premio, sino un estado de desconexión psíquica: una «zona de máquina» en la que el mundo exterior desaparece y lo único que queda es un flujo continuo de estímulos. Es inevitable pensar en el estado hipnótico que esto supone..

¿Y si después de todo lo que buscamos es someternos?

Estas máquinas, diseñadas siguiendo los principios conductistas del refuerzo variable descritos por Skinner, maximizan la permanencia del usuario. Las plataformas digitales han adoptado el mismo principio. El móvil es ahora una máquina de permanencia: cada scroll, cada notificación, cada sugerencia personalizada mantiene al usuario dentro.

Lo que ocurre no es solo una distracción superficial, sino una forma de conexión paradójica: mientras una parte de la conciencia se anestesia, y además tiene el deseo de que así sea, otra se expone y confluye con el juicio social, la comparación y el deseo de pertenecer. No se trata solo de dejar de pensar, sino de pensar de un determinado modo en función de una lógica externa y alienante.

Nos encontramos tensionados entre lo que somos y lo que deberíamos ser. Entre lo que uno tiene y lo que los otros muestran. En esa zona se suspende la voluntad y se intensifica el conflicto con uno mismo.

La hiperconexión nos hipnotiza enfrentándonoslos  a todo aquello que no somos.

Miedo a la libertad

El miedo a la libertad, de Erich Fromm⁵, fue escrito en plena Segunda Guerra Mundial. Expone de manera clara que el ser humano teme la libertad porque implica responsabilidad. Decidir, elegir, actuar con autonomía, exige una estructura interior fuerte, una relación madura con uno mismo. Cuando eso falla, se busca refugio en formas externas de dirección: la autoridad, la masa o las redes.

Modas y tendencias con las que identificarse.

Hoy, esas formas externas son digitales. El feed nos dice qué mirar. El algoritmo, qué sentir. Las plataformas ya no solo gestionan nuestra atención: gestionan el ritmo emocional de nuestros días. En este dejarse llevar —en este entregarse— hay una renuncia, sí. Pero también hay un descanso. Y eso es lo que lo hace tan difícil de resistir. Porque no hay un tirano ni una opresión visibles: solo una interfaz que decide por nosotros.

Shosana Zuboff en su libro La era del capitalismo de la vigilancia⁶ no se detiene únicamente en el impacto que esta lógica tiene sobre los más jóvenes. Su tesis central va más allá: las grandes plataformas han construido una maquinaria destinada a predecir y moldear el comportamiento humano con fines comerciales. Se trata de generar productos de comportamiento, perfiles calculables, hábitos que puedan monetizarse. En este nuevo orden, nuestra vida cotidiana se convierte en materia prima para la extracción de valor. Y cuanto más predecibles seamos, más rentables nos volvemos.

Esta forma de control, que no se impone desde fuera, sino que atraviesa los cuerpos y se expresa como iniciativa personal, es lo que Michel Foucault analizó bajo el concepto de biopolítica⁷. Ya no se trata de disciplinar desde arriba, sino de configurar los modos de vida desde dentro. El poder no actúa por imposición directa, sino a través de los hábitos, los pequeños gestos, las decisiones aparentemente libres. En ese sentido, el smartphone funciona como una tecnología de sometimiento: una forma de gobierno que opera a través de nosotros y que, precisamente por eso, resulta tan difícil de ver y de interrumpir.

El poder más eficaz es aquel que se siente como propio.

Recuperar el deseo: Nietzsche y la voluntad de poder

Frente a esta lógica de sometimiento amable, cabe preguntarse por otras formas de subjetividad. Nietzsche —en una obra que es todo impulso hacia la afirmación de la vida— propuso el concepto de voluntad de poder como fuerza primaria, no entendida como dominio sobre otros, sino como capacidad de afirmarse, de crear, de decir sí.

Allí donde el dispositivo digital tiende a disolver la voluntad en automatismos placenteros, Nietzsche nos invita a pensar la libertad no como una condición que se tiene, sino como una potencia que se ejerce. La voluntad no es un punto de partida, sino un ejercicio activo, una práctica. Es decisión, interrupción, creación.

La libertad revolucionaria comprede el gesto concreto de levantar la mirada del movil y contemplar lo presente sintiendo lo que emerge dentro nuestro.

No se trata simplemente de desconectarse o de resistirse. Se trata de volver a desear. De sustraerse, aunque sea por un instante, del cálculo predictivo. De hacer un movimiento que no esté previsto. En un mundo donde todo se anticipa y se mide, la voluntad de poder es también la voluntad de lo inesperado.

La pregunta que queda abierta no es solo qué hacemos con el móvil, sino qué hacemos con nosotros mismos cuando dejamos de decidir. Y si es posible, todavía, recuperar ese impulso de querer algo propio, no porque nos lo sugieran, sino porque lo hemos escogido.

* El término bondage proviene del universo del BDSM y hace referencia a una práctica basada en la inmovilización consensuada del cuerpo mediante cuerdas, correas u otros elementos. Se utiliza en este texto como metáfora para pensar la relación con los dispositivos digitales: una forma de sujeción que, aunque no impuesta por la fuerza, actúa limitando la libertad y condicionando el deseo desde dentro del propio sujeto.

2 El gesto de fumar en el cine clásico no solo cumplía una función narrativa o estética, sino que también respondía a una estrategia de marketing: las tabacaleras colaboraron activamente con los estudios de Hollywood para insertar el consumo de cigarrillos como símbolo de sofisticación, rebeldía o poder. Décadas más tarde, se demostró que esta presencia constante había contribuido significativamente a normalizar —y promover— una adicción con consecuencias letales. Hoy sabemos que algo similar ocurre con las plataformas digitales: muchas de las grandes tecnológicas son plenamente conscientes del impacto psicológico negativo de sus productos, especialmente entre adolescentes y jóvenes, pero han optado por seguir explotando esa adicción a cambio de mantener sus métricas de uso.

3 Alienación proviene del latín alienatio, derivado de alienus («otro”, «ajeno»). En su sentido más antiguo, designa el acto de hacer que algo —o alguien— deje de pertenecerse a sí mismo. En el ámbito legal, implicaba la transferencia de una propiedad a otra persona. Más tarde, en contextos filosóficos, pasó a referirse a la pérdida de conexión con uno mismo o con la propia capacidad de actuar libremente. En la tradición marxista, se relacionó con la separación del trabajador respecto al producto de su trabajo; en la era digital, podríamos hablar de una alienación de la atención, del tiempo, e incluso del deseo. 

4 Dow Schüll, N. (2012). Addiction by Design: Machine Gambling in Las Vegas. Princeton University Press. El trabajo de Dow Schüll demuestra cómo las máquinas de azar utilizan principios de modificación de conducta inspirados en el conductismo de Skinner, especialmente el refuerzo variable, para mantener a los usuarios atrapados en un ciclo de repetición. Estas técnicas, trasladadas al diseño de las plataformas digitales, explican en gran parte la persistencia del uso, la dificultad para desconectar y la pérdida progresiva de libertad. Además, Dow Schüll describe cómo muchos jugadores no están motivados principalmente por la posibilidad de obtener dinero, sino por alcanzar un estado mental particular que ella denomina «zona de máquina». En este estado, la persona entra en una especie de trance funcional, una suspensión del mundo exterior en la que solo importa repetir el gesto de jugar. La recompensa no está en el resultado, sino en la permanencia dentro de ese flujo hipnótico de acción continua.
5 Fromm, E. (1941). El miedo a la libertad. Paidós. En este ensayo, Fromm analiza cómo la emancipación del individuo respecto a las estructuras tradicionales puede generar inseguridad y ansiedad, y cómo esa incomodidad con la autonomía lleva a muchas personas a entregarse voluntariamente a sistemas autoritarios o a rutinas que les eviten la angustia de decidir. Una lectura clave para entender la comodidad con la que, hoy, nos entregamos a la lógica algorítmica.
6 Zuboff, S. (2019). The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power. PublicAffairs. En este ensayo, Zuboff muestra cómo las plataformas digitales no se limitan a ofrecer servicios, sino que extraen sistemáticamente datos de comportamiento para  7 construir modelos predictivos que permiten influir en las decisiones de los usuarios. El capitalismo de la vigilancia no solo observa, sino que busca condicionar desde dentro.
6 Foucault, M. (1976). Historia de la sexualidad I: La voluntad de saber. Siglo XXI Editores. En este libro, Foucault introduce el concepto de biopolítica para analizar cómo el poder moderno ya no se ejerce principalmente por la represión, sino por la producción de subjetividades. A través de tecnologías de control suaves, el poder se encarna en los hábitos cotidianos, en la gestión de la vida y el cuerpo, moldeando desde dentro los comportamientos individuales.

6 En el psicoanálisis lacaniano, el goce –jouissance- no es simplemente
placer, sino una forma de satisfacción que incluye el sufrimiento, algo que
va más allá del principio del placer. Es aquello que el sujeto busca incluso a
costa de sí mismo. En este sentido, entregarse al poder del dispositivo
puede ser una forma de goce: una satisfacción ambigua, contradictoria, que no busca bienestar, sino una especie de insistencia en el malestar que define, paradójicamente, al sujeto mismo.